sábado, 25 de agosto de 2012

Dignidad de la mujer

Es una autentica revolución social la forma respetuosa en que Jesús tra­ta a toda mujer. Sí que hubo en la historia mujeres que destacaron por su poder, su talento y su dominio, pero fueron escasas excepciones, ya que el gé­nero femenino en general fue relegado a trabajos serviles.
En la Mulieris dignitatem, Juan Pablo II subraya: En las enseñanzas de Jesús, así como en su modo de comportarse, no se encuentra nada que refleje la habitual discriminación de la mujer, propia del tiempo; por el contrario, sus palabras y sus obras expre­san siempre el respeto y el honor debidos a la mujer. La mujer encorvada es llamada "hija de Abraham" mientras en toda la Biblia el título de "hijo de Abraham" se refiere solo a los hombres. Recorriendo la vía dolorosa hacia el Gólgota, Jesús dirá a las mujeres: "Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí". Este modo de hablar sobre las mujeres y a las mujeres, y el modo de tratarlas, constituye una clara "novedad" respecto a las costumbres dominantes en­tonces (13).
Por algo tenía Jesús en su mismo hogar, y como madre suya, a una mujer ín­tegra, que era toda la ley puesta en práctica, y en la que había leído, al abrir sus ojos infantiles ,la grandeza de espíritu de una criatura que se po­nía voluntaria y exclusivamente al servicio de los designios divinos.

Cristo las ama.

Jesús ama a la mujer porque conoce su dignidad, que no consiste en sus ri­quezas materiales, ni en su sabiduría, ni en su belleza física, ni en sus cualidades humanas. La dignidad posee una raíz más solida: Dios creó a cada mujer, amó a cada mujer, dirige a cada mujer, destina a cada mujer al Reino de la felicidad eterna. Y la coloca en un lugar determinado y en una situación especial para que complete la misión de Jesús en la Iglesia y en la socie­dad.
Juan Pablo resalta luminosamente la razón de este amor: La actitud de Jesús en relación con las mujeres que se encuentran con El a lo largo del camino de su servicio mesiánico, es el reflejo del designio eterno de Dios que, al crear a cada una de ellas, la elige y la ama en Cristo. Por esto, cada mujer es la "única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma", cada una hereda también desde el "principio" la dignidad de persona precisa­mente como mujer. Jesús de Nazaret confirma esta dignidad, la recuerda, la re­nueva y hace de ella un contenido del Evangelio y de la redención, para lo cual fue enviado al mundo. Es necesario, por consiguiente, introducir en la di­mensión del misterio pascual cada palabra y cada gesto de Cristo respecto a la mujer (13).
Cualquiera mujer, aun la oculta en una inmunda choza del bosque, entra dentro de los planes divinos. Es una protagonista que tiene enorme importancia en los planes divinos. No la creó por azar, sino tras una preferencia que la eligió entre millones de seres posibles. Y la prefirió para que, dentro de la Iglesia, verificase una función que sólo ella puede realizar.
Una mujer puede estar despreciada y abandonada por los hombres. Pero siem­pre ocupará un lugar eminente en la estimación de Dios, que de ella espera el amor y la rectitud que la conviertan en una imperceptible pero eficaz rueda en el reloj que señala la hora al mundo.
Jesús no excluye a ninguna mujer. Las que aparecen en el evangelio son, en general, sin relieve social, hasta despreciadas por su profesión y su en­trega al pecado. Se hizo acompañar y financiar por mujeres modestísimas, cuando podía haber atraído a figuras representativas de la alta sociedad.

El adulterio interior.

Toda persona que desee, simplemente en su interior, a una mujer, ha cometi­do adulterio con ella; es que el pensamiento y el deseo son una acción inte­lectual comparables en maldad a una violación sexual. Porque el simple deseo torcido, fuera de su ámbito, es un insulto a la dignidad femenina. ¡Con qué hondura lo explana el Papa!: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya co­metió adulterio con ella en su corazón" (Mt 5, 28). Estas palabras dirigidas directamente al hombre muestran la verdad fundamental de su responsabilidad hacia la mujer, hacia su dignidad, su maternidad, su vocación. Cristo hacía to­do lo posible para que, en el ámbito de las costumbres y relaciones sociales del tiempo, las mujeres encontrasen en su enseñanza y en su actuación la propia subjetividad y dignidad (14).
Una vez dadas las condiciones por Jesús, es la mujer misma la que ha de buscar el ejercicio de su dignidad. Ningún trabajo por humilde que sea, nin­gún ambiente pobre en el que haya de vivir, ningún grado de pobreza en el que haya de desarrollar su actividad, la degrada, sino su rebelión a los planes de Dios, su olvido del Amor, su desprecio de los caminos que Dios diseñó para ella en particular. Toda mujer ha sido creada para ser hija de Dios, ín­tima amistad de Dios, defendida por Dios y destinada por Dios a la felicidad de su Reino; lo que conviene es que ella misma se dé cuenta de su dignidad interior y sepa respetarla y conservarla.
Tome ejemplo de las mujeres que conocieron a Jesús; que demostraron hacia Jesús y su misterio una sensibilidad especial que corresponde a una carac­terística de su femineidad. Lo demuestran estando junto a Jesús en la cruz mientras han huido los Apóstoles; junto al sepulcro, ilusionadas e incansables; son las primeras que lo encuentran vacío; las primeras que oyen de los Ángeles que ha resucitado, las primeras que abrazan los pies del Resucitado; las primeras en anunciar la Resurrección a los demás (16).
La mujer que comprenda este amor preferente de Dios, no será derrotada ni por la pobreza, ni por el poder masculino, ni por la soledad. Porque sabe que Dios está con ella siempre y en todo lugar.

sábado, 4 de agosto de 2012

El nuevo feminismo y el papel del laicado

→Las Mujeres y la Cultura de la Vida (II): Un nuevo feminismo y una nueva cultura del trabajo
Ahora llego a mi tercer y última sugerencia que el proyecto del "nuevo feminismo" necesita ser considerado en la luz de las llamadas recientes al laicado a tener papeles más activos en la Iglesia y en la "Nueva evangelización". Déjeme comenzar recordando el hecho de que la reflexión del Santo Padre más fuerte sobre la dignidad y la vocación de mujeres, Mulieris Dignitatem (1988), fue inspirada por el sínodo de 1987 sobre la vocación y la misión del Laicado.
La carta de 1988 al Laicado, también publicada por este sínodo, describe al laicado como un "gigante durmiente", y nos dice en términos precisos que es hora de despertar. La carta recuerda a los laicos algunas cosas que muchos católicos han olvidado: que una vocación no es sólo algo que los sacerdotes y las hermanas religiosas tienen, y que el trabajo misionero no es sólo algo que los sacerdotes y las hermanas religiosas hacen en tierras lejanas. Citando a los padres de Vaticano II, dice, el "bautismo confiere a todos aquellos que lo reciben una dignidad que incluye la imitación y el seguimiento de Cristo, la comunión entre unos y otros y el mandato misionero" (Lumen Gentium, 31).
Una llamada de atención aún más fuerte fue dada en un domingo memorable de Pentecostés en la Plaza San Pedro hace dos años, cuando el Santo Padre anunció que el laicado debe estar a la vanguardia de la Nueva Evangelización. Y como si esto no fuera bastante, declaró en la Ciudad de México al año siguiente que el "laicado es en gran parte responsable del futuro de la iglesia" (Ecclesia en América, 44). Eso suma muchísima responsabilidad sobre la gente que había acostumbrado a la idea de que los sacerdotes y las hermanas se encargaban de todas esas cosas.
Retrospectivamente, creo que mi generación de católicos estaba tan absorbida en la vida diaria que habíamos llegado a esperar que clero y las hermanas religiosas hicieran muchas cosas en el mundo secular para las cuales los laicos están bien equipados para llevar a cabo. Por esto, necesitábamos el recordatorio en estos escritos sobre el laicado de que, de las áreas en que viven los laicos su vocación, "la que está más acorde al estado laical es el mundo secular, al cual son llamados a formar según la voluntad de Dios" (EA, 44). Para la gran mayoría de nosotros los laicos, es en esos sectores donde o ayudaremos a construir la civilización de la vida y de amor, o seremos cómplices de la creciente cultura de la muerte.
Esos recordatorios, creo, proporcionan un correctivo útil a la tendencia hacia las discusiones actuales sobre el papel de mujeres en la Iglesia que centran demasiado su énfasis en la Iglesia Institucional. Como el cardenal Hume escribió, poco antes su muerte, existe "el peligro [en estas discusiones] de concentrarse demasiado en la vida dentro de la Iglesia, en ser demasiado introspectivos". Dijo que sospechaba que "es un truco del diablo para desviar a buena gente de la tarea de la evangelización embrollándolas en cuestiones polémicas sin fin para hacerlos negligentes acerca del rol esencial de la Iglesia, que es la misión". Esto, me parece, pone el foco exactamente donde debe estar: en la misión y en la transformación de la cultura.
Una vez que la naturaleza esencialmente cultural de nuestra tarea se presente claramente ante nuestros ojos, el papel de mujeres llega a estar también más claro. Porque dar forma a la cultura se reduce a la formación de seres humanos, uno por uno. Y las mujeres como madres, maestras y de otras maneras infinitas han desempeñado hace mucho tiempo un papel decisivo en formar la cultura. Desde un punto de vista, esto debe ayudarnos a aliviar nuestra ansiedad sobre lo que cada una de nosotras puede hacer. La evangelización, como la caridad, empieza por casa. Grandes obras pueden crecer de pequeñas semillas. Recientemente, en la liturgia del domingo de Pascua, oímos las palabras alentadoras de San Pablo: "No saben acaso que un poco de levadura tiene su efecto en toda la masa?" (I Cor 5:6)
Pero, desde otro punto de vista, la analogía de la levadura debería aumentar nuestra ansiedad. Porque, mientras que las mujeres pueden tener gran influencia para formar una cultura, también sucede que las mujeres pueden ser formadas por la cultura. Estamos actualmente inmersos en una cultura donde las industrias de la publicidad y del entretenimiento promueven cada forma concebible de indulgencia hacia uno mismo. Estamos sumergidos en una cultura donde el entramado de las costumbres que una vez ayudaron a civilizar las relaciones entre los hombres y las mujeres se ha rasgado en pedazos. Una cultura que brinda poca ayuda o respecto a la maternidad. Una cultura donde los hacedores de la cultura del mañana, las niñas y los niños de hoy, están pasando más horas del día con la TV, Internet, y en escuelas estatales que con sus madres y padres. Un mundo donde el hedonismo y el materialismo están llevando la cultura de la muerte a cada resquicio de la sociedad.
Por esto San Pablo tuvo que hablar de la mala levadura así como la buena levadura. La mala levadura, él precisó, también se esparce por toda la masa. Les dijo a los Corintios, gente próspera, autosatisfecha, comerciante, que tenían que librarse de la mala levadura y que estaba en ellos mismos, así como en su comunidad (5:7). A las mujeres que se dejaron transformar por la cultura, él diría seguramente lo que les dijo a los Corintios: "no se conformen al espíritu de la época".
Conclusión: Las mujeres y la cultura de la vida
En la conclusión, quisiera volverme abreviadamente a la pregunta que planteé en el principio: la pregunta que viene naturalmente a nuestras mentes cuando nosotros meditamos el párrafo 99 de Evangelium Vitae: Si se supone que debemos estar al frente de la lucha cultural como laicos, y si nosotros tenemos un rol distintivo a jugar como mujeres, ¿cómo podemos cada una de nosotras hacernos cargo de estos desafíos? Muchas de nosotras ya nos sentimos abrumadas tratando de hacer lo mejor por nuestras familias y las otras responsabilidades. No es fácil distinguir un papel para nosotras trabajando por la cultura de la vida.
Hace diez años, los fundadores de una organización americana, Women Affirming Life (Mujeres que afirman la vida) enfrentaron esa pregunta. Después de mucha oración y deliberación, escribimos en nuestra declaración de misión que nuestro propósito era "Ofrecer un testimonio público de parte de las mujeres en defensa del niño que aún no ha nacido y no es deseado, a través del compromiso directo, de los esfuerzos educativos, de la oración, y de la vida doméstica y profesional". Implícito en esa declaración está el hecho que, cualesquiera sean nuestros dones y donde sea que nos encontremos en nuestro viaje de la vida, somos siempre testigos.
En cuanto a la forma que toma el ser testigos- y éste es un punto que deseo acentuar especialmente para las mujeres más jóvenes entre nosotras- nuestra forma de ser testigo probablemente cambie en las diversas etapas de nuestras vidas. En mi propio caso, durante los años en que fui una madre de tres niños con un trabajo, no había manera en que podía imaginarme estar activa en vida pública. Mi único intento en ser una evangelista laica en esos años no fue muy exitoso. Me ofrecí voluntariamente a enseñar a un octavo grado de la escuela dominical en mi parroquia, y descubrí que definitivamente no era mi vocación. Era más mucho más difícil que enseñar a estudiantes de la universidad!
Las inspiraciones del Espíritu nos conducirán en direcciones absolutamente diversas en diversos puntos a lo largo de nuestro viaje en la vida. Lo importante, pienso, es ser conscientes que, estemos donde sea que estemos, estamos llamados a ser testigos. Y entender que lo que se nos llama a hacer hoy puede ser muy diferente de lo que podemos ser llamados a hacer mañana, o dentro de algunos años.
Y es de vital importancia recordar que no estamos solos. Juntos, los miembros del cuerpo místico de Cristo brindan una gran variedad de habilidades y de gracias a nuestra vocación común de misionero: "Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos". (I Cor 12:4-5). Tenemos que aprender a apreciar las fortalezas de cada uno, ayudarnos unos a otros, coordinar nuestros esfuerzos, y así convertirnos en un todo que es más fuerte de lo que cualesquiera de sus piezas individuales podríamos ser.
En conexión con esto, uno de los desarrollos más esperanzadores del siglo XX ha sido el florecimiento de grandes, vibrantes, organizaciones laicas. Solamente puede ser providencial que estas organizaciones comenzaran a mostrar su fuerza y potencial al mismo tiempo que las redes de ayuda tradicionales (la familia extendida, parroquias y vecindarios), fueron diezmadas por los efectos de la movilidad geográfica, de la pérdida de voluntarias mujeres, y de otros cambios sociales. Los movimientos laicos de hoy están proporcionando no sólo nuevas fuentes de compañerismo y de apoyo moral, sino que sus programas están remediando deficiencias en la formación laica. Están ayudando a muchísimos laicos a encontrar la santidad en medio del mundo. Y en su rica diversidad, están brindándonos modelos exitosos de complementariedad, complementariedad entre los diversos tipos de organizaciones, entre los hombres y las mujeres, y entre los religiosos y el laicado.
Son ejemplos vivos de cómo podemos trabajar juntos como socios en la evangelización. Aunque el progreso en estas épocas es muy difícil de medir, pienso que podemos señalar algunas contribuciones muy substanciales que las mujeres católicas y las organizaciones de mujeres han hecho para "transformar la cultura" a través de su creciente testimonio público en años recientes. Por ejemplo, creo que han mejorado en gran medida la comunicación del mensaje pro-vida manifestándolo en voces compasivas, acentuando tanto aquello por lo cual luchamos como aquello a lo que nos oponemos, y elevando una visión de una sociedad que respeta a gente por lo que es en vez de por lo que tiene; una sociedad que tiene siempre otro lugar en la mesa para un niño, o un extraño necesitado, una sociedad que está dando la bienvenida a los niños, y que apoya a las mujeres y a los hombres que los nutren y educan.
Necesitamos redoblar nuestros esfuerzos en el área de las comunicaciones, sin embargo, ya que la cultura de la muerte ha explotado completamente la era de la información. Una vez más es asombroso cuánto los hombres modernos podemos aprender del Apóstol Pablo. Cuando Pablo llegó a Atenas, encontró a las elites (como sus contrapartes modernas) desdeñosas de la religión, y la cultura popular saturada (como lo está hoy) de superstición. Explicando cómo tuvo que aprender predicar a diversa gente de diversas maneras, él dice, "Con los judíos me he hecho judío para ganar a los judíos; con los que están bajo la Ley, como quien está bajo la Ley –aun sin estarlo– para ganar a los que están bajo ella. Con los que están sin ley, como quien está sin ley para ganar a los que están sin ley, no estando yo sin ley de Dios sino bajo la ley de Cristo. Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles". (I Cor. 9:19-23). En Atenas, utilizó el material a mano, predicando delante del templo "al dios desconocido".
De una manera similar, después del Concilio Vaticano II, la Iglesia ha comenzado a hablar a "todos los hombres y mujeres de buena voluntad", a menudo pidiendo prestado el lenguaje de los derechos humanos universales. Y con el mismo fin, el Papa Juan Pablo II no ha vacilado en apropiarse del lenguaje del moderno feminismo, purgándolo de sus elementos negativos, y utilizándolo para llegar a las mentes que están cerradas y los corazones que se han enfriado.
Y de una manera similar, nos hemos reunido aquí en este congreso para compartir ideas, para confesar preocupaciones, y para buscar juntas las llaves correctas para abrir mentes y corazones. Quizá no seamos capaces aun de discernir los contornos exactos de un "nuevo feminismo". Pero sabemos una cosa: ni el feminismo ni ningún otro "ismo" pueden ser una ideología total o un fin en sí mismo. Un nuevo y mejor feminismo debe ser un medio para fines más altos, el fin de liberar a cada mujer para que busque la perfección de su naturaleza y el fin de "transformar la cultura para que apoye la vida…".