Por: Andrés D' Angelo | Fuente: Catholic-link.com
El
7 de noviembre, solemnidad de María Medianera de todas las Gracias,
cumpliremoss con mi esposa 19 años de casados. 19 bellísimos años que no
cambiaría por ninguna otra etapa de mi vida. Hoy puedo decir que han
sido años de paz y armonía conyugal, pero no una paz de cementerio, sino
una paz de familia, es decir, una paz conquistada a fuerza de lucha,
por paradójico que pueda sonar. No fue fácil, porque justamente
esta armonía conyugal, que es parte de la santificación del matrimonio,
es uno de los frutos del sacramento.
Y es que el matrimonio es un sacramento “raro”.
En todos los demás los elementos constituyentes son claros y distintos.
En éste, los contrayentes son al mismo tiempo materia, ministros y
beneficiarios, y el consentimiento libre es la forma. Por más que el
catecismo lo explique de todos los modos posibles, el matrimonio es una
de esas cosas que hay que vivirlas para poder entenderlas bien.
Particularmente me hubiera gustado que alguien me explicara todo esto con mayor profundidad cuando me casé. Por eso a continuación enumero las 9 verdades sobre la vida conyugal que quisiera haber comprendido mejor antes de casarme
1. No existe un plan B. El matrimonio es para toda la vida.
En
el curso prematrimonial esto parece quedar siempre claro. Desde toda la
vida había tenido buenos ejemplos: mis padres se amaron y se respetaron
en salud y enfermedad, en prosperidad y en adversidad. Siendo el menor
de doce hermanos, me consideraba “inmune” al espíritu de la época: “a mí no me va a pasar”
sostenía, porque amaba a esa mujercita que se había metido en mi vida
como nunca había amado a nadie. No solo hay que saber la verdad, también
hay que comprenderla y amarla. Y por solo saber, y faltarme la
comprensión y el amor a la Verdad, me encontré en medio de una crisis
conyugal preguntándome “si no me habría equivocado al casarme”. Inevitablemente eso lleva a pensar “si no habría una compañera más adecuada”, y de allí a despreciar a la bellísima persona que Dios puso a mi lado para mi santificación hay un solo paso. El
matrimonio es para toda la vida, y lo que lo hace una aventura
maravillosa es precisamente ese mandato de uno con una para toda la
vida. Cuando esto está claro, las crisis conyugales se convierten siempre en oportunidades para crecer juntos.
2. El matrimonio no se trata de mi felicidad.
Esta
es una verdad clave y no la aprendemos hasta mucho después de habernos
casado. Especialmente los hombres. Muchas parejas al preguntarles en
forma individual para qué se casaron contestan casi unánimemente: “me casé para ser feliz”. Pero el matrimonio no es una caja mágica de la que podemos extraer felicidad: no habría divorcios si fuera algo así. El matrimonio se trata precisamente de buscar, con todas mis fuerzas, la felicidad de mi cónyuge.
Mi felicidad tiene que basarse en ver feliz a las personas amadas:
esposa e hijos. Una vez que se comprende esto y que esto se convierte en
el eje de la relación, el matrimonio florece y podemos comenzar a ver
los frutos del sacramento.
3. La comunicación es más efectiva que el silencio, siempre.
Tal vez habría que reformular esta verdad: el silencio es comunicación.
El silencio generalmente comunica hostilidad, desinterés y mala
predisposición, y eso mata a la relación casi indefectiblemente. El
problema es que hay aquí un desfase en el modo en el que manejamos la
comunicación hombres y mujeres cuando estamos estresados. Cuando una
mujer está estresada necesita desesperadamente hablar; pero cuando un
hombre está estresado, lo que menos necesita en la vida es hablar del
estrés que lo aqueja. Y esta sencilla diferencia hace que muchísimas
veces nuestras esposas perciban nuestro silencio como hostilidad, o que
nosotros percibamos la necesidad de hablar femenina como una amenaza.
Enseñanza: si mi esposa está estresada yo la escucho sin corregirla y
sin querer resolver sus conflictos. El solo hecho de poder hablar y
contarme sus problemas le ayuda a resolverlos. Y si yo estoy estresado,
ella me deja que me tranquilice y, luego yo mismo la busco para poder
comunicarnos.
4. Servir me beneficia.
Otra
gran maravillosa verdad: el matrimonio es una comunidad de servicio. Si
yo sirvo a mi esposa y mi esposa me sirve a mí, todos salimos
beneficiados. Los hombres no comprendemos muchas veces esto
porque vemos que nuestra mujer sirve casi instintivamente y nosotros…
bueno, nos queda bastante cómoda esa situación. Y aquí fallamos en la
comunicación, porque nuestras queridas esposas muchas veces creen que si
ellas siguen dando en la relación, nosotros nos daremos cuenta y
querremos dar al mismo tiempo. Generalmente no funciona así. Dos cosas
me ayudaron a comprender esta verdad: la primera que mi esposa me lo
dijo, no usó el mejor tono para decírmelo, pero me lo dijo, y hasta ese
momento yo no me había percatado de todo lo que hacía ella y de todo lo
que yo no hacía. La segunda fue el nacimiento de nuestros hijos. En el
momento en el que comencé a servirla porque ella estaba con el
postoperatorio de la cesárea me di cuenta de que hay una gran verdad en
el dicho de Nuestro Señor: “Hay mayor felicidad en dar que en recibir” (Hch 20, 35). Pero es una verdad que tenemos que recordar a diario y ofrecernos a nuestra esposa en una actitud servicial.
5. El conflicto no es señal de que seamos una pareja disfuncional.
Y diría que la contraria es válida: la falta absoluta de conflicto es señal de que “nos rendimos”.
Un matrimonio que discute es un matrimonio que tiene dos personas con
igual dignidad vivas, y por lo tanto, muchas veces con diferencias de
criterio y opinión. Como dije al principio: la vida es lucha y la paz
completa existe probablemente solo en el cementerio. Un matrimonio
totalmente carente de conflictos está en proceso de muerte. Esto no
quiere decir que tengamos que buscar el conflicto para que nuestro
matrimonio “reviva”. Solamente tenemos que ser conscientes de que somos
humanos falibles y por lo tanto en algún momento va a surgir el
conflicto. Y cuando el conflicto surge, podremos tomarlo como
oportunidad para aprender más, y para ser más caritativos como pareja.
6. Para un matrimonio fructífero se necesita de tres: Dios, tú y yo.
¿Dije ya que el matrimonio era un sacramento? ¡Y los sacramentos son signos eficaces de la gracia! Este
se debe renovar todos los días, pero no solo ante nuestro cónyuge. Se
debe renovar la promesa ante Dios para que su gracia actúe. Y
¿cómo renovamos la promesa? Haciendo cada una de estas cosas que hemos
estado viendo: reconociendo que es para siempre, poniendo primero a
nuestro cónyuge, poniéndonos en lugar del otro para comunicarnos,
sirviéndonos mutuamente y teniendo presente que todo conflicto es una
oportunidad de Dios para nuestra santificación personal. Todo eso es
posible sólo si Dios es un invitado frecuente en nuestro matrimonio.
Rezando juntos y con los hijos, participando de la Santa Misa y
acogiéndonos al perdón de Dios cuando las cosas no fueron conforme a su
Plan para nuestra vida.
7. Los hijos son un regalo y una encomienda de Dios.
¡Vaya si lo sabremos! Nuestra primera hija murió al día siguiente de nacer. “El Señor me la dio, el Señor me la quitó, bendito sea el nombre del Señor” (Jb 1,21). Pero una cosa es decirlo y otra cosa es pasarlo. Nuestra misión en la vida es que nuestros hijos sean santos, ni más ni menos.
Esa es nuestra misión como padres y con nuestra primera hija,
cumplimos. Luego llegaron los consuelos de Tomás, Matías y Francisco que
deberán hacer el “camino largo”. Nuestro único asidero a la cordura
luego del fallecimiento de Cecilia fue saber que ella ya era santa y
feliz, infinitamente más feliz que lo que nosotros hubiésemos podido
hacerla en cualquier circunstancia. ¿Y qué pasa con los matrimonios que
no reciben ese regalo? ¡Pueden recibir la encomienda!… ya sea para
santificar a los hijos de otros, mediante la adopción, o siendo un
matrimonio lleno de fruto ayudando en su parroquia o movimiento
eclesial.
8. Un buen matrimonio es la unión de dos buenos perdonadores.
Aquel
que no perdona en el matrimonio es como aquel que toma veneno y espera
que el otro se muera. ¿Verdad que no tiene mucho sentido? Para pedir
perdón tenemos que ser muy humildes, y para perdonar tenemos que ser
misericordiosos. “Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Y esto es profundamente cierto en el matrimonio. “Perdónanos, como nosotros perdonamos”. ¡No podemos pedir perdón a Dios si no estamos dispuestos a perdonar a nuestro cónyuge! Cuando
nos perdonamos y expresamos ese perdón mediante la reconciliación
también estamos enseñando a nuestros hijos a ser humildes y
misericordiosos.
9. El matrimonio ofrece la posibilidad de máxima realización personal.
No se dice mucho esto. Pero la realidad es que el matrimonio es ¡sensacional! “Dios nos crea a Imagen y semejanza suya, varón y mujer nos crea” (Gn 1,27). Y es lógico que en nuestra naturaleza busquemos nuestro complemento. “Tú me completas” es un piropo muy frecuente, porque es una verdad intuida. En el matrimonio podemos encontrar esa sensación de plenitud personal de que todo lo nuestro está en plena armonía. Tertuliano lo resumía así: ¿Cómo
podré expresar la felicidad de aquel matrimonio que ha sido contraído
ante la Iglesia, reforzado por la oblación eucarística, sellado por la
bendición, anunciado por los ángeles y ratificado por el Padre? (Ad
Uxorem, 9). Todo esto enmarcado en una gran verdad: para ser plenos hay
que entregarse, y para entregarse hay que poseerse, hay que ser dueño
de uno mismo, y eso no es una cosa que se compre en los mercados, exige
una madurez y un equilibrio que cuesta mucho tiempo y oración conseguir.
Basado en el artículo de este link.
Este artículo fue publicado originalmente por nuestros aliados y amigos: