viernes, 2 de abril de 2010

VIERNES SANTO: Al pie de la cruz









Nota Importante:

En Encuentra.com tenemos un compromiso de absoluta fidelidad al Magisterio de la Iglesia Católica y al Romano Pontífice. Publicamos este documento porque el vívido relato puede ayudar, por sus detalladas descripciones, a "sumergirse" en las escenas que conforman la Pasión de nuestro señor Jesucristo. Sin embargo advertimos que mientras este texto no haya sido aprobado oficialmente por las autoridades eclesiásticas competentes, debemos tomarlo como si fueran una especie de novelización libre de la Pasión del Señor. Solamente el Evangelio, así como el Magisterio y la Tradición de la Iglesia Católica, pueden ser considerados como fuentes absolutamente seguras sobre la vida y enseñanza de Jesús. Teniendo esto en cuenta podremos obtener provecho de las narraciones atribuídas a Ana Catalina Emmerick, mientras no se piense que substituyen a las fuentes confiables y seguras anteriormente citadas.



Jesús encuentra a su Santísima Madre – Segunda caída

36. La dolorosa Madre de Jesús había salido de la plaza después de pronunciada la sentencia inicua, acompañada de Juan y de algunas mujeres, había visitado muchos sitios santificados por los padecimientos de Jesús; pero cuando el sonido de la trompeta, el ruido del pueblo y la escolta de Pilatos anunciaron la marcha hasta el Calvario, no pudo resistir al deseo de ver todavía a su Divino Hijo, y pidió a Juan que la condujese a uno de los sitios por donde Jesús debía pasar: se fueron a un palacio, cuya puerta daba a la calle, donde entró la escolta después de la primera caída de Jesús; era, si no me equivoco, la habitación del sumo pontífice Caifás. Juan obtuvo de un criado o portero compasivo el permiso de ponerse en la puerta con María y los que la acompañaban. La Madre de Dios estaba pálida y con los ojos llenos de lágrimas y cubierta enteramente de una capa parda azulada. Se oía ya el ruido que se acercaba, el sonido de la trompeta, y la voz del pregonero, publicando la sentencia en las esquinas. El criado abrió la puerta, el ruido era cada vez más fuerte y espantoso. María oró, y dijo a Juan: "¿Debo ver este espectáculo? ¿Debo huir? ¿Podré yo soportarlo?". Al fin salieron a la puerta. María se paró, y miró; la escolta estaba a ochenta pasos; no había gente delante, sino por los lados y atrás. Cuando los que llevaban los instrumentos de suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante, la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y uno de esos hombres preguntó: "¿Quién es esa mujer que se lamenta?"; y otro respondió: "Es la Madre del Galileo". Los miserables al oír tales palabras, llenaron de injurias a esta dolorosa madre, la señalaban con el dedo, y uno de ellos tomó en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la cruz, y se los presentó a la Virgen en tono de burla. María miró a Jesús y se agarró a la puerta para no caerse. Los fariseos pasaron a caballo, después el niño que llevaba la inscripción, detrás su Santísimo Hijo Jesús, temblando, doblado bajo la pesada carga de la cruz, inclinando sobre su hombro la cabeza coronada de espinas. Echaba sobre su Madre una mirada de compasión, y habiendo tropezado cayó por segunda vez sobre sus rodillas y sobre sus manos. María, en medio de la violencia de su dolor, no vio ni soldados ni verdugos; no vio más que a su querido Hijo; se precipitó desde la puerta de la casa en medio de los soldados que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su lado, y se abrazó a Él. Yo oí estas palabras: "¡Hijo mío!" – "¡Madre mía!". Pero no sé si realmente fueron pronunciadas, o sólo en el pensamiento. Hubo un momento de desorden: Juan y las santas mujeres querían levantar a María. Los alguaciles la injuriaban; uno de ellos le dijo: "Mujer, ¿qué vienes a hacer aquí? Si lo hubieras educado mejor, no estaría en nuestras manos". Algunos soldados tuvieron compasión. Juan y las santas mujeres la condujeron atrás a la misma puerta, donde la vi caer sobre sus rodillas y dejar en la piedra angular la impresión de sus manos. Esta piedra, que era muy dura, fue transportada a la primera iglesia católica, cerca de la piscina de Betesda, en el episcopado de Santiago el Menor. Mientras tanto, los alguaciles levantaron a Jesús y habiéndole acomodado la cruz sobre sus hombros, le empujaron con mucha crueldad para que siguiese adelante.



María y las santas mujeres van al Calvario

41. La Virgen, después de su doloroso encuentro con Jesús, habíase retirado a una casa vecina; pero su amor maternal y el deseo ardiente de estar con su Hijo crecía cada instante. Se fue a casa de Lázaro, donde estaban las otras santas mujeres, y diecisiete de ellas se juntaron con Ella para seguir el camino de la Pasión. Las vi cubiertas con sus velos, ir a la plaza, sin hacer caso de las injurias del pueblo, besar el suelo en donde Jesús había cargado con la cruz, y así seguir adelante por todo el camino que había llevado. María buscaba los vestigios de sus pasos, y mostraba a sus compañeras los sitios consagrados por alguna circunstancia dolorosa. De este modo la devoción más tierna de la Iglesia fue escrita por la primera vez en el corazón maternal de María con la espada que predijo el viejo Simeón. Pasó de Ella a sus compañeras, y de éstas hasta nosotros. Estas santas mujeres entraron en casa de Verónica, porque Pilatos volvía por la misma calle con su escolta, examinaron llorando la cara de Jesús estampada en el sudario, y admiraron la gracia que había hecho a esta santa mujer. En seguida se dirigieron todas juntas hacia el Gólgota. Subieron al Calvario por el lado occidental, por donde la subida es más cómoda. La Madre de Jesús, su sobrina María, hija de Cleofás, Salomé y Juan, se acercaron hasta el llano circular; Marta, María Helí, Verónica, Juana Chusa, Susana y María, madre de Marcos, se detuvieron a cierta distancia con Magdalena, que estaba como fuera de sí. Más lejos estaban otras siete, y algunas personas compasivas que establecían las comunicaciones de un grupo al otro. ¡Qué espectáculo para María el ver este sitio del suplicio, los clavos, los martillos, las cuerdas, la terrible cruz, los verdugos, empeñados en hacer los preparativos para la crucifixión! La ausencia de Jesús prolongaba su martirio: sabía que estaba todavía vivo, deseaba verlo, y temblaba al pensar en los tormentos a que lo vería expuesto. Desde por la mañana hasta las diez hubo granizo por intervalos, mas a las doce una niebla encarnada oscureció el sol.


El descendimiento

54. El cielo estaba todavía oscuro y nebuloso cuando José y Nicodemus se fueron al Calvario: allí se encontraron con sus criados y las santas mujeres que lloraban sentadas en frente de la cruz. Casio y muchos soldados, que se habían convertido, estaban a cierta distancia, tímidos y respetuosos. José y Nicodemus contaron a la Virgen y a Juan todo lo que habían hecho para librar a Jesús de una muerte ignominiosa, y cómo habían obtenido que no rompiesen los huesos al Señor. Entre tanto llegó el centurión Abenadar, y luego comenzaron la piadosa obra del descendimiento de la cruz, para embalsamar el sagrado cuerpo del Señor. Casio se acercó también, y contó a Abenadar la milagrosa curación de la vista. Todos se sentían muy conmovidos, llenos de tristeza y de amor. Nicodemus y José pusieron las escaleras detrás de la cruz, subieron y arrancaron los clavos. En seguida descendieron despacio el santo Cuerpo, bajando escalón por escalón con las mayores precauciones. Fue un espectáculo muy tierno; tenían el mismo cuidado, las mismas precauciones como si hubiesen temido causar algún dolor a Jesús. Todos los circunstantes tenían los ojos fijos en el cuerpo del Señor y seguían sus movimientos, levantaban las manos al cielo, derramaban lágrimas y daban señales del más profundo dolor. Todos estaban penetrados de un respeto profundo, hablando sólo en voz baja para ayudarse unos a otros. Mientras los martillazos se oían, María, Magdalena y todos los que estaban presentes a la crucifixión, tenían el corazón partido. El ruido de esos golpes les recordaba los padecimientos de Jesús; temían oír otra vez el grito penetrante de sus sufrimientos. Habiendo descendido el santo Cuerpo, lo envolvieron y lo pusieron en los brazos de su Madre, que se los tendía poseída de dolor y de amor. Así la Virgen Santísima sostenía por última vez en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo, a quien no había podido dar ninguna prueba de su amor en todo su martirio; contempló sus heridas, cubrió de ósculos su cara ensangrentada, mientras Magdalena reposaba la suya sobre sus pies. Después de un rato, Juan, acercándose a la Virgen, le suplicó que se separase de su Hijo para que le pudieran embalsamar, porque se acercaba el sábado. María se despidió de Él en los términos más tiernos. Entonces los hombres lo tomaron de los brazos de su madre y lo llevaron a un sitio más bajo que la cumbre del Gólgota, que ofrecía gran comodidad para hacer el embalsamamiento. Lo hicieron en seguida y envolvieron después el santo Cuerpo en un gran lienzo blanco. Cuando todos se arrodillaron para despedirse de Él, se operó delante de sus ojos un gran milagro: el sagrado cuerpo de Jesús, con sus heridas, apareció representado sobre el lienzo que lo cubría, como si hubiese querido recompensar su celo y su amor, y dejarles un retrato a través de los velos que lo cubrían. Era un retrato sobrenatural, un testimonio de la divinidad creadora, que residía siempre en el cuerpo de Jesús.





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