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Jun 17, 2017
© Cirofono / Flickr / CC
La culpabilidad en general puede ser curativa en ocasiones, fructífera y fecunda
Muchas
veces pongo en mí toda la confianza. Es como si dudara del poder de
Dios en mi vida. Y tal vez por eso, cuando fracaso y no llego, me siento
culpable. Pienso que no estoy a la altura esperada al no lograr lo que
soñaba.
El sentimiento de culpa es sano. Hoy
parece que se ha perdido. Nadie se siente responsable de lo que hace. La
culpa siempre es de los otros. El padre José Kentenich habla de la
importancia de tener un sano sentimiento de culpa: “Estoy personalmente convencido de que el mundo de hoy está nervioso, enfermo hasta la médula. ¿Por qué? Porque carecemos de un sano sentimiento de culpa. La
educación en el sentimiento de culpa es una de las cuestiones
esenciales, incluso diría, casi la única forma actual de sanación“.
La falta del sentimiento de culpa me enferma. Tal vez es uno de esos golpes de péndulo. Se ha acentuado tanto en otras épocas la culpa, que ahora no existe, porque creemos que es más sano. Pero no es así. Es verdad que los escrúpulos enfermizos quiebran el alma. Pero ahora predomina lo contrario.
Cuesta encontrar pecados. Me encuentro con personas que no se sienten pecadoras. No hacen nada malo. No hieren a nadie.
No cometen grandes pecados. Por eso a veces prefieren entrar en
disquisiciones para saber cuándo un pecado es mortal o venial. Quieren
saber si algo es grave o no lo es.
Buscan un baremo objetivo para decidir si
pueden o no recibir el Cuerpo de Cristo. Creen que es mejor así. Algo
más claro. Una regla general que me diga si puedo o no puedo hacerlo. Alguien desde fuera que juzgue mi alma. Tal vez porque he perdido la sensación de ser realmente culpable de mis actos. Y no logro mirar bien mi corazón.
Tal vez sea verdad que algo en mi alma
está enfermo. Y esa herida no me permite decidirme de forma consciente y
libre en mis actos pecaminosos. Son otros los que me hacen pecar. Son
las circunstancias difíciles que me toca vivir. O es la misma Iglesia
que me pide un ideal tan imposible que yo no estoy a la altura. Entonces
mejor no me confieso y sigo comulgando. No tengo culpa. No me siento
culpable.
Me parece interesante la reflexión del
Padre Kentenich. Tengo claro que los escrúpulos enfermizos acaban
enfermando mi corazón. Pero me llama la atención que el otro extremo
también me enferme.
Cuando no encuentro culpa en nada de lo que hago. Cuando no asumo mi responsabilidad. Cuando no tomo en serio mis actos. Cuando no reparo el daño causado.
No tomo las riendas de mi vida y dejo que mi pecado me esclavice. Lo que hago mal normalmente enturbia mi alma.
Mi ira, mi envidia, mi egoísmo. Hay pecados que me dejan muy herido.
Pero a veces los justifico. El pecado o la situación de pecado en mi
vida pueden llegar a debilitar ese lazo que me ata a Dios. A veces sin
darme cuenta me alejo.
Vivo en el barro, apegado tanto a la
tierra, que se cortan mis alas. Dejo de aspirar a lo más alto. Dejo de
soñar. E identifico la santidad con una vida sin pecado. Personas santas
y puras demasiado lejanas.
Creo que reconocer mi propia culpa me sana.
Mi responsabilidad en mis actos. Normalmente hay pecados que son
manifestaciones externas de una ruptura interior, de una herida más
honda que llevo dentro.
A veces busco la confesión para
limpiar esa mancha exterior. Pero no ahondo. No entro dentro de mi alma
para ver el origen del pecado. Que se encuentra en mi herida de amor. En esa ausencia de paz en mi alma. Y
de esa herida brotan mi rabia, o mi egoísmo, o mi lujuria, o mi
envidia, o mis celos. Intentando compensar esa falta de amor, de
reconocimiento.
Y no toco esa misericordia de Dios. Porque tapo la culpa. Y no me dejo perdonar.
No me reconozco necesitado del perdón de Dios. Y les echo a otros la
culpa. Estoy así porque otros no me han tratado bien. No me han querido.
No me han respetado. No me han cuidado. Y sangro por mi herida.
Y me siento inocente de lo que hago.
Del dolor que nubla mi mirada. Y mis actos no me parecen graves. Porque
también otros los hacen. Veo entonces la Iglesia como un conjunto de
normas que marcan los límites de mi vida. Y yo vivo en medio de los
límites. Tratando de no excederme en nada.
Pero me cuesta experimentar la culpa como un sentimiento sanador. Quiero asumir las consecuencias de mis actos. Tomar en serio la fuente de mi pecado, mi propia herida.
Lo que al final me sana es tocar
con mis manos la misericordia de Dios que me absuelve, me levanta.
Entonces la comunión deja de ser un premio por mi buen comportamiento. Es una medicina para mi alma enferma, que no se sana sólo limpiando un poco la suciedad de algunos pecados. Es algo más hondo.
Ese sentimiento de fragilidad, de
culpabilidad, bien entendido, sana mi corazón enfermo. Ese abrazo de
Dios a mi alma caída. Ese vuelo en el que me sostiene la mano grande de
un Padre. Es entonces una culpabilidad bien entendida.
Es el arrepentimiento el que siembra en el corazón el deseo de crecer: “Es
verdad que la culpabilidad en general puede ser curativa en ocasiones,
fructífera y fecunda. Pero entonces se trata de arrepentimiento más que
de culpabilidad. El arrepentimiento es el que hace conocernos mejor,
objetivamente. Porque es la verdad la que nos salva y nos hace
progresar. El arrepentimiento no nos hunde. El arrepentimiento nos hace
reconocer que debemos mucho a los demás, porque nos ayudan a
sobreponernos, no dándoles importancia cuando realmente somos la causa
de nuestros errores y sobrellevándolos con amor”.
Esa experiencia del que se sabe salvado
porque su pecado ha dañado el corazón por dentro y necesita volver a
empezar. Esa gracia de la misericordia me cura por dentro cuando me
dejo. Cuando toco mi fragilidad. No cuando no me siento culpable de
nada. No cuando me siento con derecho a recibir a Jesús. Digno de su
amor infinito.
Merecedor de un abrazo por haber superado tantas tentaciones y haber permanecido incólume en la prueba.
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