sábado, 13 de diciembre de 2008

De monjita en monjita 6


(Ya empezaba a acostumbrarme...)

Todo comenzó habiendo recibido permiso para entrevistar brevemente a Teresa de Calcuta.

Arturo Guerra

El Cura de Ars y la Confesión

…De Francia pasé a Italia, a Turín, 1883. Llegué, después de mucho preguntar, a una de las escuelas de Bosco. Toqué la puerta. Me abrió un niño como de doce años a quien anuncié:

– Soy un periodista interesado en hablar con Bosco.

– ¡Ah!… Don Bosco. Un momento, voy a avisarle.

Al cabo de cinco minutos llegó a la puerta un sacerdote de sotana negra y me saludó amablemente. Me invitó a pasar. Entonces yo le dije:

– Señor Bosco, soy un periodista que está realizando una investigación religiosa y quisiera hacerle alguna pregunta.

– Adelante, el que no pregunta se come sus propias dudas.

– Disculpe, eso que ustedes llaman confesión, donde uno va a un sacerdote para contarle lo malo que uno ha hecho en la vida, ¿no sirve simplemente para dar razones piadosas que tranquilicen al penitente? ¿No provoca que no se busquen otras salidas más racionales a los problemas reales? ¿No es una especie de estrategia para lograr que todos sigan dentro del sistema?

Sonrió y me respondió:

– Mira, amigo, para responderte esta duda yo te invitaría a que conocieras la vida del Cura de Ars.

– ¿Dónde está Ars?

– En Francia. Lo que pasa es que este sacerdote murió ya hace varios años, cuando yo tenía 44.

– Muchas gracias, señor Bosco. Hasta la vista.

Y no parecía idóneo

Ya empezaba a acostumbrarme.

Abrí el santoral: Ars, Cura de. Se llamaba Juan María Vianney. Un cura que por poco no es cura debido a lo mal que llevaba los estudios. Sus superiores no querían ordenarle. Sólo por la insistencia de uno de ellos que sostenía que, a pesar de sus pocas cualidades, era un seminarista de buen corazón, al fin recibió el sacramento del sacerdocio. En un inicio no le concedieron la licencia para confesar pues no le consideraban apto. Su obispo lo asignó a una remota parroquia rural: Ars. Una vez que contó con el permiso, llegó a dedicar más de 15 horas diarias a escuchar penitentes. ¡Vaya manera de desperdiciar el tiempo! Al cabo de unos años, venían gentes de los alrededores y de más lejos a pedirle confesión: campesinos, princesas, niños, cardenales, monjas, frailes... En el libro se menciona que lo único que poseía era su sotana y que era capaz de regalar sus zapatos y medias si por la calle veía a algún necesitado. Y si comprobaba que los pantalones del pordiosero eran peores que los suyos, se los cambiaba… (Continuará).

No hay comentarios: