José se giró lentamente para mostrar el niño a su esposa. En ese
momento se juntaron las miradas de los dos seres humanos más nobles e
inocentes que ha tenido la humanidad. Los labios de María se abrieron
para hablarle a su hijo pero, en lugar de palabras, de sus labios solo
salió el sonido de un ahogado sollozo. Las lágrimas le corrían por las
mejillas; lágrimas de emoción y de gozo. Las lágrimas de una madre que
ve por primera vez a su hijo.
Ella alargó los brazos y José
comprendió al instante lo que María le estaba pidiendo. Lentamente, con
mucho cuidado, dejó al bebé en el regazo de su madre. Los contempló
juntos por un breve instante y salió de la cueva. Necesitaba tiempo para
reflexionar y María quería estar a solas con su bebé. Fue una noche en
que se escucharon pocas palabras, pues los gestos y las miradas hablaron
clamorosamente.
José se recargó en la pared que estaba a la
salida del precario recinto. Había sido un día agotador. Inmediatamente
le vinieron a la mente las escenas de rechazo y desprecio que había
experimentado hacía pocas horas mientras suplicaba un espacio para su
esposa, que estaba encinta. Luego le vino a la mente la ansiedad que ya
desde hacía días le asediaba por haber emprendido el largo viaje a Belén
con tan pocos recursos. Pensar en el futuro le preocupaba aún más. De
sus labios escapó como un murmullo una frase del salmo cuatro que él
recitaba desde que tenía conciencia, pues sus padres se le habían
enseñado: “Tú, Señor, me haces vivir confiado”.
Tantos motivos
para estar inquieto y tenso pero internamente José estaba tranquilo. Le
daba serenidad tener presente que Dios le había probado muchas veces,
pero que nunca le había abandonado. No se lo sabría explicar ni a sí
mismo pero tenía la certeza en su corazón de que él y su familia estaban
bajo la especial protección de alguien superior, como cubiertos por un
manto.
Levantó la vista y miró las estrellas. La luz que emitían
le recordaron los ojos del niño. ¡Ese niño! Cuanto misterio le envolvía.
Era un bebé normal pero con algo que lo hacía muy particular. “Te
reconozco como mi hijo”, se dijo para sus adentros. “Te llamaré hijo
mío; yo te educaré en el temor de Dios Altísimo”.
Sus pensamientos
se interrumpieron al ver una estrella que resplandecía con gran
intensidad; su luz le iluminaba incluso más que la de la luna. Era
verdaderamente extraño, parecería que la estrella quisiera llamar la
atención de alguien y que iluminara tan intensamente ese lugar como
queriendo delatar la posición donde se encontraban.
Dentro de la
cueva, María. Ella había visto cómo su esposo se alejaba discretamente.
“Hijo mío, tendrás un padre valiente y abnegado. Y pensar que temí que
me fuera a abandonar. No estamos solos. José es un hombre justo y bueno,
aprenderás mucho de él”.
El niño alargó la mano y le acarició la
mejilla. María le miraba extasiada. En su mente ya no había espacio para
asimilar tantos misterios: la aparición del ángel, el proceso de su
embarazo, el inesperado edicto del emperador y el fatigoso traslado a
Belén. “Aquí estoy, Dios mío; hágase en mí tu Voluntad”.
http://lcblog.catholic.net/la-navidad-desde-los-ojos-de-maria/
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