Por: Lucia Legorreta | Fuente: yoinfluyo.com
Los padres debemos poner las normas que consideremos justas, exigir que se cumplan, actuar con seguridad y firmeza.
Poner reglas
Recuerdo
muy bien la frase de un amigo de mi hijo: “mi mamá no es un barco…es un
trasatlántico. Voy a esperar a que termine de comer, y seguramente me
dará el permiso”
Las reglas en la familia existen porque, para vivir juntos, hace falta aceptar criterios comunes. Ayudan a todos, papás e hijos a fomentar vidas sanas y buenas actitudes ante la vida, no sólo en la casa, sino fuera de ella.
Como papás tenemos la responsabilidad de educar a nuestros hijos, primero de pequeños y después de adolescentes.
No siempre es fácil establecer reglas adecuadas para ellos, ya que
podemos caer en los extremos dañinos: el autoritarismo rígido que
asfixia a los hijos, los somete a una disciplina inhumana y los acaba
alejando. O bien, aquellos padres que lo permiten todo y que un día
lloran al ver a sus hijos ahogados en el mundo de los vicios y del
fracaso.
Entre los dos extremos se hayan muchas variantes que debemos vivir como papás.
Escuchamos
constantemente que los hijos no deben sufrir los traumas que conlleva
un exceso de represión. Se hace hincapié en la necesidad de mostrarse
afectuoso, comunicativo e indulgente con las necesidades del niño y muy
tolerante con su comportamiento.
Este
planteamiento es muy favorable para facilitar el desarrollo sin
ansiedades, pero en exceso, implica jóvenes sin motivación, con
dificultad para decidir su futuro.
Los padres actualmente, nos sentimos confusos y desorientados al tener que educar y poner reglas. El
resultado es un comportamiento contradictorio por diferentes motivos:
nos asusta defraudarlos; no sabemos o queremos decir NO; no queremos
frustrarlos, nos preocupa ser considerados autoritarios; compensamos la
falta de tiempo y dedicación con una actitud indulgente y culpable;
tenemos miedo al conflicto y a sus malas caras; nos parece que actuamos
con egoísmo si imponemos normas que nos faciliten la vida.
Estamos muy equivocados. Las normas ayudan a todos: papás e hijos. La
educación perfecta no existe, sobre todo si la consideramos con un
conjunto de normas utilizadas como una receta: no hay niño igual a otro
ni siquiera en la misma familia, así que más que fórmulas estándar,
podemos disponer de guías para orientarnos en situaciones diversas.
Es
importante ser espontáneos, la intuición es necesaria porque los
propios padres quienes conocer mejor a sus hijos y el modo de ayudarles.
Nuestra
empatía, capacidad para ponernos en su lugar, nos permite entender los
motivos que ellos tienen para actuar y reaccionar en una determinada
situación, y desde ahí, podemos enseñarles modos de afrontarla.
La
coherencia es también muy importante porque uno tiene que creer aquello
que quiere enseñar. La contradicción entre lo que se dice y lo que se
hace invalida la norma que o bien no se cumple o lleva a la mentira.
Aquí cabe decir lo importante que es, que las normas sean establecidas y realizadas por ambos padres en conjunto y de acuerdo.
Los
padres deben actuar con seguridad y sin contradicciones. Es sobre todo
con un estilo de comportamiento con lo que los hijos se identifican y al
que imitan. La norma concreta puede ser más o menos discutida si se le trasmite una forma de ser responsable y honesta.
No
se trata de adiestrarlo, convertirlo en algo que deseamos, tendremos
más éxito si les ayudamos a descubrir sus capacidades, personalidad y
metas en la vida.
Hablemos de los castigos.
No
llevan a nada. En general, tienen pocos resultados, sobre todo las
humillaciones. Un niño criado en un ambiente de discusiones, gritos,
peleas, puede que reproduzca lo que ha vivido. Los castigos en
forma de malos tratos físicos o verbales, convierten al niño en una
persona agresiva o, en el otro extremo también insano, en alguien
temeroso con serias dificultades para convivir.
Más que castigos, debemos establecer consecuencias, aceptadas por ellos con anterioridad.
Los
padres debemos poner las normas que consideremos justas, exigir que se
cumplan, actuar con seguridad y firmeza, desde el conocimiento de
nuestros hijos y el cariño que les tenemos, sabiendo que nosotros somos
el modelo a imitar y que nuestra valoración y respeto, son una meta y
una guía para ellos.
Dejémonos
de miedos y complejos: en un ambiente favorable de afecto y
comunicación, ejerzamos de padres y exijamos que nuestros hijos cumplan
también su parte.
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