Por: Maleni Grider | Fuente: www.somosrc.mx
El
amor no es sólo una emoción sino un regalo que nos ha sido dado. Perder
el amor de otros, o dejar de sentir amor por ellos es una desgracia a
la que debemos renunciar. ¿Cómo?
Justamente amando.
Todos los matrimonios pasan por diferentes dificultades, desavenencias, problemas, retos y conflictos. En
mi experiencia personal, después de una de las crisis más fuertes que
mi esposo y yo tuvimos que enfrentar como pareja, aprendí que lo que más
aprecio en mi vida es el amor. Déjenme aclarar esto: me
refiero al amor de Dios, en primer lugar, al amor de mi esposo, al amor
de mis hijos, al amor de mi familia, al amor de mis amigos y hermanos de
la iglesia, y ¡al amor que yo tengo en mi corazón por todos ellos!
Cuando
enfrentamos problemas muy complejos, por lo regular nos desenfocamos y
perdemos perspectiva. Por querer tener la razón perdemos el afecto de
otras personas; por intentar resolver algo rápidamente dejamos de lado
la sabiduría y agregamos más leña al fuego; o al intentar hacer lo
correcto cuando estamos desesperados sólo agrandamos el problema.
Casi siempre, cuando
lo peor de la tormenta pasa y empieza a salir el sol en nuestra vida
otra vez (y en casos desafortunados o extremos, luego de que incluso la
pareja o la familia se han disuelto), nos damos cuenta de que
aún seguimos amando a aquellos con los que sostuvimos un pleito o un
desacuerdo irreconciliable. Seguimos sintiendo por ellos un amor
profundo y sincero, un amor que duele y nos hace anhelar estar cerca de
ellos, a pesar de habernos apartado.
Con
acuerdo o sin éste, con perdón o sin perdón, con reconciliación o sin
ella, el amor no se muere. Es probable que creamos o sintamos que está
muerto, pero sólo está lastimado, hay confusión, y el Príncipe de las
tinieblas utiliza todo ello para engañarnos y distorsionarlo todo. Esas
personas a las que tanto amamos se ven distintas, incluso su voz se
vuelve molesta, nos parecen irreconocibles. Pero siguen siendo los
mismos, y están sufriendo tanto como nosotros durante la crisis.
Demasiado
dolor nos ahorraríamos si comprendiéramos que las muchas aguas no
podrán apagar al amor (si es que nos pronunciamos por ese amor, a favor
de él). Cuando nos casamos con alguien, esa persona llena nuestras
expectativas, es por eso que la elegimos. Y sí, se requiere de
dos personas haciendo un esfuerzo y alimentando el amor para que la
relación matrimonial prevalezca ante todos los embates.
Pero el amor es
el único ingrediente que no debemos perder de vista ni pasar por alto en
medio de la tormenta, pues ningún intento funcionará sin el alto valor
del amor.
¿Por qué, si lo entendemos y lo sabemos, es tan fácil perderlo de vista? Porque
anteponemos otros sentimientos y no valoramos el don del amor. Decidir
amar y ser amados es algo independiente de todo conflicto, pues el amor
no es sólo una emoción sino un regalo que nos ha sido dado. Perder el
amor de otros, o dejar de sentir amor por ellos es una desgracia a la
que debemos renunciar. ¿Cómo? Justamente amando. Dejar de amar y recibir
amor sólo hará que todo empeore y nos hará perder el rumbo.
Si
nos dejamos llevar por el tamaño del desacuerdo, las actitudes de los
demás, las emociones negativas, las ofensas, lo complicado de la
situación o lo imposible del acuerdo, entonces caeremos en la tentación
del maligno: renunciar al amor. Pero recordemos: amar es un
mandato de Dios, y es también una promesa, un compromiso, un voto que
hemos hecho a nuestro cónyuge, con quien construimos un hogar, una vida,
un destino.
Dios
es el autor del amor. Él ha puesto en nosotros la capacidad de amar, y
también nos ha enseñado el amor ágape que nunca se apaga, ese que llevó a
Cristo a la cruz, el amor que nos lleva a hacer lo imposible por
quienes amamos, el amor de las familias (que todo lo puede), el amor de
los esposos, que es eterno.
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