Por: Salvador I. Reding Vidaña | Fuente: Catholic.net
Siembra
odios y cosecharás tempestades, humanas. Y la historia del hombre está
llena de esos casos. Y en ellos se ataca a otros, por razones desde
familiares, de clase social, raciales, y hasta religiosas y políticas.
Sucede a todos los niveles. Desde el desprecio sembrado entre miembros
de una misma familia, por la causa que sea, desde la envidia hasta la
lucha de herencias.
Cuando
el mundo se enfrenta, atónito, a una masacre declarada por su autor
como causada por el odio, por el desprecio racial, dicha reacción no
debería de sorprenderlo. No es que no se duela, sino que debería ya
haber aprendido que el manifestar desprecio de cualquier razón hacia
otros, considerados no sólo diferentes, sino inferiores, malignos o
simplemente despreciables tendrá malos resultados. Violencia.
Como
digo, nada es nuevo bajo el sol en estos casos. Efectivamente los casos
de desprecio, con el culmen de odio, se han dado una y otra vez. Y el
mundo no aprende, y como no aprende a evitarlos, pues se repiten.
En
un caso “clásico”, y en país considerado como civilizado, Alemania, un
loco carismático, mentiroso y manipulador, Adolfo Hitler, logró el odio
nacional contra los judíos, y la consecuente indiferencia ante la
persecución y el despojo de sus ciudadanos de raza judía, luego llevados
hasta un holocausto intentando desaparecerlos de la faz del país y
luego de la tierra.
Reclamar,
a tiempo y a destiempo (ante hechos consumados) a dirigentes del mundo
que siembran el desprecio, la discriminación y el odio (como extremo),
es justificado y necesario. Contrarrestarlo siempre ha sido muy difícil,
pues las personas-conciencia-social, se enfrentan a la gran capacidad
de convocatoria de los sembradores del desprecio y el odio.
Aunque
a la mayoría de la gente, en términos subjetivos, les parecen mal la
discriminación, el odio y el desprecio en general, quienes hacen
llamados a la razón se enfrentan a que, en la práctica desgraciadamente,
la mayoría de las personas justifica algunos de esos casos, y por tanto
las acciones de quienes convierten esos sentimientos perversos en
ataques a las víctimas de esas descalificaciones.
Mientras
algunas personas se quejan y hasta protestan en sus entornos sociales o
más allá si les es posible, de los casos graves de odio, sobre todo, la
mayoría de las personas no se preocupa por cambiar la cultura del
desprecio, la discriminación y el odio en esos entornos familiares,
sociales, académicos y políticos. Y hasta les parecen normales, parte de
la vida.
El
desinterés por exigir respeto digno en vez de desprecio a otros hace
que terribles violencias no llamen la atención, como lo han sido las
masacres de cristianos (por el sólo hecho de serlo) que ha llevado a
cabo el autollamado Estado Islámico, o las guerras de genocidio, que
groseramente pasan desapercibidas ante muchos, quienes se consideran
gente de bien.
Es
crítico, por el bien de la humanidad, en términos generales y del
propio entorno, que se combatan esas vociferaciones y acciones contra
terceros por las razones citadas, que eduquen a los hijos e influyan en
personas cercanas a evitar la violencia verbal de desprecio, y las
propias acciones físicas de violencia, pero comenzando por uno mismo.
Mientras
la persona no cambie su escala de valores, de respeto a los demás, la
conciencia de que ante Dios todos somos iguales en dignidad, no podrá
influir realmente en terceras personas, y en especial las más cercanas,
pues deberán ver el ejemplo personificado de lo que se predica.
No
hay duda alguna de que los discursos, los comentarios que destilan odio
contra otros, tienen consecuencias, sea a nivel internacional,
interracial, interreligioso, como a nivel local, comunitario y hasta
familiar. El acoso llamado bullying inicia como verbal, para ser luego
de violencia física.
Para
evitar este pago de facturas, que luego se revierten contra sus
originadores, debemos, como padres de familia, como personas influyentes
o líderes sociales, religiosos o políticos, propiciar el diálogo de la
verdadera tolerancia, de la convivencia, y en realidad, de la caridad,
del amor que debemos tener los unos con los otros, tal como Jesús nos lo
pide.
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