Memoria y amor interior: ¿Cómo se alimenta el corazón?
Mercedes Malavé Gonzáles
Una especie de recuerdo
Mientras leía el inspirador artículo de Jutta Burgraff titulado Aprender a perdonar, pensaba que sólo un corazón grande y bien alimentado de recuerdos es capaz del perdón. Para que el acto de perdonar sea sincero y profundo –no fingido, ni tampoco superficial o pasajero– se necesita un corazón generoso. Un corazón calculador, flaco, reaccionaría negativamente ante la exigencia de perdonar, por ejemplo, una injusticia. Incluso podría considerarlo un acto “injusto”, que no “merece” aquel que ha traicionado a alguien o que ha dejado herida a una persona.
Pero ¿cómo agrandar diariamente el corazón? ¿de qué se alimenta? Sabemos que la inteligencia crece mediante el conocimiento, y que la voluntad se robustece mediante la repetición de actos buenos y libres. El corazón crece cuando ama, pero ¿en qué consiste exactamente amar? Si nos concentramos en la dimensión interior del acto de amar, podemos decir que amar es, principalmente, recordar. El amor interior se ejercita mediante un acto de
Entendemos por memoria aquella facultad por la cual ejercitamos el acto interior de recordar las cosas previamente conocidas. El célebre San Agustín desarrolló ampliamente este tema de la memoria en su obra De Trinitate. En algunos pasajes explica que todo lo que el hombre conoce por medio de los sentidos corporales queda impreso en la memoria, a manera de imágenes que son semejantes a lo exterior. Luego, el hombre puede traer de nuevo a su interior, aquellas realidades que ahora están ausente. A esta presencia consciente llama San Augstían “mirada interior”, y equivale a un recuerdo. La voluntad es la encargada de llevar y traer estos recuerdos, porque tenemos la capacidad de retener o rechazar ciertos pensamientos. Capacidad que no viene dada, pues no es fácil deshacerse de los recuerdos: es necesario ejercitarse con disciplina y constancia para que paulatinamente esos pensamientos vayan disminuyendo en su intensidad y no ofusquen el mundo interior personal.
Cuando la voluntad está lo suficientemente dispuesta a permanecer unida al ser querido mediante un pensamiento o recuerdo constante, entonces decimos que allí hay amor, en su dimensión interior. Amor interior o recuerdo que tiene como su morada o su permanencia en lo que solemos designar con el nombre de corazón. Al referirnos al corazón estamos nombrando una facultad por la que somos capaces de mantenernos fijos en un pensamiento, al tiempo que realizamos otras operaciones del intelecto y la volutnad –tanto internas como externas– como el estudio, el trabajo, el diálogo, la distracción, etc.
Por su parte, el hombre de hoy, saturado de malas noticias y continuamente expuesto a los sufrimientos que padecen tantas personas en el Mundo, encuentra dificultades para recordar cosas buenas y agradables; y por ello puede que experimente un fuerte deseo de limpiar su memoria de recuerdos tristes. Con mucho más motivo, aquellos que han experimentado en su propia vida un dolor fuerte, buscan una explicación que sane sus corazones y que les permita alcanzar un poco de felicidad y serenidad frente al dolor. Tim Guénard, luego de haber sufrido el abandono de su madre, las golpizas de su padre, el maltrato de su madrastra y de los funcionarios que le vigilaban en los diversos reformatorios en los que vivió; después de ser víctima de la violación y del abuso infantil (robo, prostitución, peleas callejeras, etc.), explica en su libro Más fuerte que el odio que durante años sólo vivió por la motivación –el recuerdo– de querer matar a su padre, hasta el momento en que se topó con el amor de las personas lisiadas. Allí, su corazón “se puso de rodillas”, y dice: "Les debo la vida y una formidable lección de amor. Este reencuentro inesperado con el Amor conmocionó mi existencia (…) Doy fe de que el perdón es el acto más difícil de plantear. El más digno del hombre. Mi combate más hermoso. El amor es mi puño final". Fue el amor lo que hizo que su corazón se arrodillase y en esta condición, de aparente vulnerabilidad, fue que pudo iniciar ese camino fuerte, de combate duro, que lo condujo al perdón de su padre.
Corazón y calidad personal
Cuando amamos nos mantenemos en el ser amado, lo contemplamos, es decir, lo miramos desde nuestro interior y por eso nadie puede obligarnos a borrar algún recuerdo, a no permanecer en él. Éste es el acto que hace grande al corazón. Victor Frankl afirma en su biografía que lo que hizo que sobreviviese a los campos de concentración nazi fue el recuerdo de su esposa. Cuando las fuerzas físicas y psíquicas le fallaron, cuando ya no tenía energías para sobrevivir, el corazón demostró su fuerza regeneradora del ánimo y del cuerpo. Fue este acto del recuerdo de su mujer, ese aferrarse interiormente a ella, la fuente de una extraña fortaleza que le permitió superar las torturas de los soldados y del invierno, sin entregarse a la muerte: “la oía contestarme, la veía sonriéndome con su mirada franca y cordial. Real o no, su mirada era más luminosa que el sol del amanecer (...) Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad –aunque sea sólo momentáneamente– si contempla al ser querido”.
El corazón se adecua al tamaño y a las exigencias de lo que ama, se pone a su nivel. Si es algo inferior al hombre, el corazón se hace pequeño y mezquino, porque no le exige grandes esfuerzos de conocimiento y de sacrificio personal. En cambio, cuando lo amado es igual o superior al hombre, el corazón se agranda y se hace fuerte, como lo experimentó Victor Frankl. El corazón empequeñecido se suele identificar con el hombre egoísta, que ha reducido su capacidad de mirar el mundo que le rodea, con su belleza y con sus problemas, porque permanece encerrado en sí mismo, encadenado a un amor que le reduce en su capacidad de entrega y de amor. Más adelante volveremos sobre este punto cuando tratemos de las obsesiones y los apegos.
Corazones y tesoros
Si amar es principalmente un acto interior, una mirada constante del corazón al ser amado, entonces en el acto de amar confluyen todas las potencias humanas. Hace falta la inteligencia para poder imaginar y conocer al ser amado. Hace falta la voluntad de querer contemplarlo, que se traduce en un continuo sí del amante desde lo más profundo de su intimidad; un sí que no puede ser automático, ni en todo momento inconsciente, porque entonces dejaría de ser libre. De este modo, toda la persona se amolda, adapta sus potencias y las dirige, según aquello que ama. Con razón, dice la Escritura, donde está tu tesoro –y podemos decir, donde están tus recuerdos: ambiciones, ideales, metas, deseos, personas, cosas, etc.– allí está tu corazón, aferrándote cada vez más a ese tesoro.
Veamos con un ejemplo las manifestaciones de comportamiento del corazón pequeño. Hace tiempo leí que en dos países estupendos y con grandes posibilidades materiales, como son Estados Unidos e Inglaterra, los propietarios de mascotas habían invertido altas sumas de dinero en la compra de regalos de navidad para sus animales: joyas de oro y de perlas verdaderas, gastos en hoteles para animales –de habitaciones con aire acondicionado y purificadores–, campos de ejercicios con entrenadores de animales, etc. Todo esto ocurría la misma navidad cuando la UNICEF publicaba su informe titulado «El Estado Mundial de la Infancia 2006: Excluidos e Invisibles». Allí,
No es sólo un sentimiento
Si bien las injusticias sociales y la marginalidad tienden a hacernos reaccionar y decir ¡cómo es posible que estas cosas estén sucediendo en el Mundo!, no siempre reflexionamos acerca de la relación que pueden tener con el egoísmo personal, con la falta de corazón. Se puede pensar que una cosa es el amor a las mascotas, a un capricho, a un lujo, etc., y otra cosa son los problemas del Mundo, cuando en realidad ambas situaciones tienen su punto de encuentro en el corazón de las personas. Un corazón empequeñecido difícilmente notará los problemas que ocurren a su alrededor porque es insensible. Así se paraliza, paulatinamente, el curso de las acciones que podrían llevar a aportar una pequeña solución –o no tan pequeña– a los problemas del Mundo. Pensemos por ejemplo qué hubiese sucedido si en esas navidades del 2006 esos 150 millones de dólares que, según el artículo, fueron gastados en regalos de navidad para animales, se hubiesen invertido en comida y regalos para los 1.000 millones de niños pobres que hay en el Mundo. No toda la responsabilidad de los problemas sociales debemos atribuirla a los gobiernos y a la ineficacia pública de las finanzas.
Pero no es sólo esta dimensión material de la justicia social la que se transformaría si las personas nos ejercitásemos más en este esfuerzo por agrandar el corazón. Sobre todo mejorarían las relaciones humanas, se fortalecería la familia, los matrimonios, el noviazgo. También descubriríamos la verdadera dimensión de la caridad cristiana, que es esencialmente un acto de amor interior. Podríamos comenzar por ejercitarnos en el esfuerzo diario por recordar a aquellos que sufren, porque están solos, porque necesitan amor: los niños, los enfermos, los pobres, los ancianos. Seguramente notaremos cómo el corazón se va senbilizando progresivamente. Adquirir esa profundidad de las personas que saben acoger y comprender a los demás es una urgencia de este nuevo milenio que no queremos que sufra las guerras y el odio del siglo pasado. Es bueno saber que este acto de recordar no necesariamente conlleva un sentimiento, que basta con un puro y simple acto de la memoria, un "hacer presente en el corazón" aquellas realidades, una y otra vez, para ir adquiriendo una mayor sensibilidad interior frente a los problemas y las personas.
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