domingo, 25 de enero de 2009

De monjita en monjita 8


(A pura pluma tras, la tempestad)

Arturo Guerra

Ejemplo de rectitud y austeridad

…Así que a Nápoles, 1749. Lo encontré en su casa escribiendo. A pura pluma. Éste estaba peor que yo; yo al menos usaba la máquina de escribir. Le pedí el permiso de entrevistarlo brevemente. Dijo que sí. Le pregunté:

– ¿Cómo se puede creer en una institución donde hay corrupción y abuso de poder?

– Los hombres a veces ayudamos y otras veces estorbamos a Dios... Pero, ¿por qué no mejor conoces la vida de Gregorio Barbarigo? Murió cuando yo apenas andaba en mi primer año de vida.

Cada vez los nombres se iban volviendo más raros. Por un momento dudé si lo iba a encontrar en mi fiel santoral... Ahí estaba.

Barbarigo, Gregorio. Entre 1656 y 1657, en la zona romana del Transtíber, brotó una epidemia de peste bubónica que con gran rapidez comenzó a cobrarse muchas víctimas. El papa pidió a un joven sacerdote, Gregorio, que fuera a esa zona para ayudar a los apestados. En una carta que escribió a su padre, no esconde su miedo de ir a mezclarse con los enfermos: él, que venía de una familia senatorial, que había sido secretario de un embajador, y magistrado... Sin embargo, aceptó el encargo y se entregó con todas sus fuerzas. Posteriormente, le nombraron obispo de Bérgamo y luego pasó a Padua. Padua era una diócesis en decadencia y el nuevo obispo luchó por reformarla. Fue muy tajante a la hora de cortar con abusos y vicios arraigados en varios clérigos, monjes y monjas. Tanto que hasta le hicieron varias rebeliones los canónigos y un párroco escribió una sátira sobre él y la expuso en lugares públicos. Barbarigo repartía muchas limosnas y era muy austero en sus costumbres.

Lo absurdo del martirio

Viajé a Roma, 1657. Llegué después de la tempestad: la peste ya estaba amainando. ¡Qué bueno que no llegué antes! Me topé con Gregorio que venía de un sepelio masivo. Me presenté y le solicité permiso para una entrevista breve. Accedió amablemente, no sin antes sorprenderse de mi exótica indumentaria. Le expuse:

– Señor Barbarigo, ¿por qué renunciar a la vida por una ideología como es el caso de eso que ustedes los católicos llaman martirio? ¿No vale más la vida que la adhesión a una idea?

– Si piensas así lo mejor será que conozcas algo sobre Juan de Brébeuf. Cuando yo tenía veinticuatro años, Juan murió mártir.

Le di las gracias, me alejé y me senté a orillas del río Tíber. La historia de Kolbe se estaba poniendo interesante...

Niepokalanów, allá en Polonia, crecía y crecía. Las ampliaciones continuaban. Era uno de los principios de Kolbe: “La Inmaculada, lógicamente, correrá con los gastos de lo que desea”. Algunas cartas Kolbe las firmaba así: “El medio-loco de María”.

Con todos los medios técnicos

En Japón, los pulmones de Kolbe empeoraron. Los médicos le aconsejaban internarse pero el franciscano decía que no tenía tiempo. Sus planes eran ambiciosos. En una carta explicaba su proyecto: “La letra impresa o trasmitida por las ondas de la radio, por la televisión radiofónica, por el cine, etc. [...]. [...] en todas las naciones del mundo tiene que surgir una Niepokalanów que permita a María actuar por cualquier medio, incluidos los más modernos, obligándonos a poner prioritariamente a Su servicio todo tipo de invento técnico”. Era 1931...

Luego saqué una vez más mi santoral. La investigación debía continuar. Brébeuf, Juan de.

Misionero jesuita francés. Junto a otros compañeros evangelizó en la zona de los Grandes Lagos del continente americano. El esfuerzo de Juan se centró en la tribu de los hurones. Los iroqueses, en 1640, desataron una larga guerra entre las dos tribus. En 1649, Juan y tres de sus compañeros fueron martirizados en tierras que después llegarían a ser canadienses. Los iroqueses, al ver el valor que los misioneros mostraban ante las torturas y la muerte, extraían el corazón de algunos de ellos y se lo comían, en un intento por apropiarse de la fuerza de aquellos misioneros… (Continuará).

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