domingo, 25 de enero de 2009

De monjita en monjita 9

(Tensa calma; entrevista exprés)

Arturo Guerra

En una choza en pleno conflicto

…Así que al otro lado del charco, zona de los Grandes Charcos (perdón, Lagos) Canadá, 1649.

En plena guerra hurón-iroqués. Llegué a una de las poblaciones donde percibí un ambiente de tensa calma. Pregunté a un niño de la tribu sobre Juan de Brébeuf y me llevó, casi de la mano, a una choza, en cuya entrada una cruz del tamaño del niño estaba clavada cerca de la puerta. Le di las gracias y me despejé la garganta:

– ¿Sí?... ¿Hay alguien aquí?... Buenos días...

Salió un cura ensotanado. Lo saludé:

– ¡Ah!, buenos días, mire, busco a un tal Juan de Brébeuf.

– Soy yo, ¿en qué puedo ayudarte?

– ¡Ah!, ¡qué coincidencia! Mire, estoy haciendo unas investigaciones y quisiera plantearle una duda.

– Bien, con gusto.

– Señor de Brébeuf, sigo sin entender cómo un hombre se abandona en manos de la muerte por una mera cuestión de fe. ¿Cómo me lo explica?

– Mira, te invito a conocer el caso de Fidel de Sigmaringa. A mis 29 años, él murió martirizado.

– Bueno, gracias.

Me interné en un bosque, lejos de la guerra, y me fui a la letra S del santoral: Sigmaringa, Fidel de.

Lo mataron por su fe

A la edad de 34 años, después de ejercer sus carreras de filosofía y derecho con éxito, se hizo monje franciscano capuchino en tierras suizas (yo creía que capuchino era sólo un café). Le tocó trabajar en una zona donde la reforma protestante de Calvino tenía muchos seguidores. Un día daba un sermón a campo abierto y escuchó una detonación. Él siguió su prédica y cuando terminó se encaminó hacia su convento. A medio trayecto le detuvieron unos calvinistas y le exigieron que se retractara de lo que acababa de predicar. Él les dijo que no podía, que se trataba de la fe de sus padres y la de los padres de ellos y que, además, daría con gusto su vida con tal de lograr que ellos volvieran a su fe primera. Le golpearon en la cabeza y lo remataron con la espada.

Lo que son las cosas...

A Friburgo, Suiza, 1614: dejé América y volví a la Vieja Europa. La encontré más joven. Ahí, en un convento franciscano, estaba Fidel. El monasterio me trajo recuerdos de mi estancia en Lisieux. Toqué la puerta y enseguida un monje abrió una ventanita. Le expliqué mis intenciones. A los cinco minutos apareció el hombre que yo buscaba y, sin vanas dilaciones, le solté mi pregunta:

– Señor Fidel, ¿realmente existe Dios? ¿Dónde está?

– El que busca a Dios quiere encontrarlo. Juan de la Cruz, un carmelita español, podrá responderte mejor. Él murió cuando yo apenas era un adolescente de 13 años. Dejó algunos escritos.

– ¿Me dijo... español?

– Sí, de Fontiveros.

Di fin a mi entrevista exprés. Salí del convento y me senté a unos cuantos metros. Recurrí al santoral. Juan de la Cruz me sonaba familiar... No sé si en primero de bachillerato o segundo leímos una de sus obras en la clase de literatura... Y ahora, lo que son las cosas, iba a poder entrevistarlo personalmente... De la Cruz, Juan.

Un místico que secundó la reforma emprendida por Teresa de Jesús en los conventos de carmelitas. Es conocido sobre todo por sus poesías que tratan de contar sus experiencias místicas. Un monje perseguido y encarcelado por envidias y calumnias humanas, demasiado humanas. Una de sus obras es Noche oscura, que retrata a un alma, (que bien podría ser la suya) en plena búsqueda de Dios en medio del sufrimiento. Esto es, más o menos, lo que entendí del santoral. Para Juan, por lo visto, Dios no era una duda... (Continuará).




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